
Me llamo Virginia Orive de la Rosa y toda mi vida he querido ser escritora.
Leer es para mí como comer (y el que me conoce sabe que eso es mucho decir), puede que sea la única cosa que no he dejado de hacer en ningún momento de mi vida, por bien o mal que me fueran las cosas.
Durante todos estos años (y son ya unos cuantos), cada vez que empezaba a leerme un libro sentía una punzada de envidia, pequeñita e inconsciente, pero dolorosa.
Comencé a escribir en el colegio, obras de teatro que representábamos en clase con mis compañeros y después me pasé a la poesía y el relato corto. En algún momento de mi vida, cuando tenía dieciséis años o cosa así, le confesé a mi profesor de lengua y literatura mi intención de convertirme en escritora. Su respuesta: no eres lo suficientemente buena. La realidad: no lo era, ni tenía por qué serlo, con dieciséis años tenía toda una vida por delante para aprender. No permití que me desanimara, pero esa vocecita que me repetía que no iba a lograrlo se quedó ahí para siempre y todavía me acompaña.
Luego llegó la universidad y los consejos bienintencionados que se podrían resumir en: escoge una carrera que te permita ganarte la vida porque eso de escribir no tiene futuro, si total para escribir no es necesario estudiar nada en especial. Ni siquiera entonces me lo creí del todo, pero supongo que gracias a ellos tengo un trabajo de esos que te dan de comer todos los meses y mantienen la chispa de tu matrimonio con el banco. No me quejo, los días que se da bien, me gusta mucho mi trabajo, que escogí por vocación y en el que también tengo la oportunidad de contar historias varias de vez en cuando. Los días que no se da bien… bueno, a todos nos pasa, supongo.
Seguí escribiendo durante un tiempo, hasta que los estudios se volvieron demasiado exigentes. Después llegó el trabajo que me robaba casi todo mi tiempo y la gente que reclamaba mi atención en el poco que me quedaba. Entonces lo dejé y, aunque en ese momento no me di cuenta, algo se rompió. Las ideas se me agolpaban en la cabeza suplicando que hiciera algo con ellas y, aunque de tanto forzarme a ignorarlas dejé de escucharlas, seguían ahí.
Todos tenemos momentos duros en los que parece que nos golpean por todas partes. Tuve uno de esos en que se juntaron muchas cosas y necesitaba algo que me levantase el ánimo. Para mí las librerías siempre han sido una entrada al paraíso y tener un libro en la mano me hace feliz. Aquel día, me fui a una librería y después de dar vueltas un buen rato, me di cuenta de que no quería comprar nada. Yo. Impensable. ¡Si normalmente mi problema es elegir qué no compro! Menuda crisis de fe.
Por casualidad, en aquel momento, me surgió la oportunidad de participar en el reto de Asshai.com. Lo hice sin mucha ilusión, por hacer algo, pero en cuanto empecé a escribir, no pude parar. Y de repente, todo encajaba otra vez y no podía dejar de preguntarme porqué lo había dejado en su momento cuando era evidente que eso era lo que me hacía feliz. ¿Fue culpa de aquel profesor de literatura? ¿De la gente bienintencionada y sus consejos? ¿De un trabajo que requiere de la mayor parte de mi tiempo? No, ninguna de esas cosas. Fue única y exclusivamente culpa mía. Por no responder a aquel profesor que podía mejorar si me esforzaba. Por no mandar a todo el mundo a hacer gárgaras y atreverme a intentarlo. Por dedicar mi escaso tiempo libre a cosas mucho menos importantes. Todo culpa mía. Porque me rendí. Y no pienso volver a hacerlo.